Durante el mes de María sentimos que una protección especial de Nuestra Señora se extiende sobre todos los fieles, y la alegría que brilla en nuestros templos e ilumina nuestros corazones expresa la universal certeza de los católicos de que el indispensable patrocinio de nuestra Madre celestial se torna, durante este mes, todavía más solícito, más amoroso, más lleno de visible misericordia. Sin embargo, después de cada mes de María, alguna cosa queda, si hemos sabido vivir convenientemente estos treinta días especialmente consagrados a Nuestra Señora.
Lo que nos queda es una devoción mayor, una confianza más especial, y por así decir, una intimidad tanto más acentuada hacia Nuestra Señora, que en todas las situaciones y adversidades de la vida sabremos pedir con la más respetuosa insistencia, esperar con la más invencible confianza, y agradecer con el más humilde cariño todo el bien que Ella nos haga.
Lo que nos queda es una devoción mayor, una confianza más especial, y por así decir, una intimidad tanto más acentuada hacia Nuestra Señora, que en todas las situaciones y adversidades de la vida sabremos pedir con la más respetuosa insistencia, esperar con la más invencible confianza, y agradecer con el más humilde cariño todo el bien que Ella nos haga.
Nuestra Señora es la Reina del Cielo y de la Tierra, y al mismo tiempo nuestra Madre. Es esta la convicción con que entramos siempre en el mes de María, y tal convicción se radica cada vez más en nosotros, lanza claridades y fortaleza siempre mayor, cuando este bendito mes se termina. Esta devoción nos enseña a amar a María Santísima por su propia gloria, por todo cuanto Ella representa en los planos de la Providencia. Y nos enseña también a vivir de modo más constante nuestra vida de unión filial a María.
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